sábado, 14 de octubre de 2017

Alfajores santiagueños

Carmen es la única de mis abuel@s que aún esta viva. No sabemos por cuento tiempo más, pero por las fotos que me manda mi papá desde Santiago del Estero nos dice que ya está muy agradecida de la vida, y que dio tanto amor como un ser vivo puede dar a sus nietos, hijos e hijas de la vida, nietos y bisnietos y porsupuesto, a mi abuelo Miro. Ella se llenó de amor simplemente amando. También tuvo mucho tristeza. Su tristeza es difícil de ver, pero estoy seguro que esta relacionada con alguna frustración de no haber podido amar más.

A mi derecha hay un hippie fumando mientras habla de hongos psicodélicos y de brujerías, y nos contó que hay una bruja en algún lugar de la India, que cura los males con agua, al encender un copo de algodón en un vaso que se va llenando de agua a medida que el algodón se consumía. Mi abuela hacía lo mismo. Dudo que mi abuela conozca las leyes de la termodinámica e hidrodinámica, con las cuales se puede comprender como es que el aire sin oxígeno crea un vacío en el vaso que succiona agua desde el fondo. Pero ella te curaba la insolación con un vasito de agua y un algodón prendido fuego. Te curaba posta, varias veces lo hizo conmigo.

También sabía curar el empacho con un metro de costura que manipulaba habilidosamente mientras rezaba avemarías, padrenuestros y glorias. Así como ella no entendía las leyes físicas, yo no entendía como hacía para curar. Tampoco entendía como es que le salían tan rico las tortas fritas, los pastelitos de membrillo y los alfajores santiagueños, a pesar de que hacía unas pizzas que no se las comía nadie. Creo que José (mi hermano) y Lucas (mi primo), coincidirían en que es una de las personas que tienen en su top-tres de personas asombrosas de la vida. 

En una de las últimas fotos que recibí en el grupo de Whatsapp de mi familia, mi abuela Carmen estaba comiendo una porción de zapallo (calabaza, para los españoles) utilizando un cuchillo tramontina como si fuese un tenedor, a pesar de tener el tenedor en la otra mano. No, mi abuela
no está loca, siempre come así, al menos los últimos veinticinco años que tengo de relación consciente con ella. También tenía la costumbre de despertarme a las once de la mañana con el canto de "levantaaaarseee, levantaaaarseee, ..." que tanto recordamos con José y Lucas, con el mismo tono alto que usaba para decir que quedaban quince minutos de luz, a las doce menos cuarto de la noche. 

Yo sé dos cosas de mi abuela que no las sabe nadie en el mundo. La primera es tan dolorosa que si lo recuerdo mucho me largo a llorar, y ni hablar de intenar escribirlo. La otra cosa, la más hermosa del mundo, es mi primer recuerdo. Mi abuela sentada en un sillón naraja de verano, y yo en sus brazos en mi versión de bebé. Nada más. No había mesas o sillas, puertas, paredes, piso, nada. Sólo mi abuela, la silla, y yo. Y pajaritos, muchísimos pajaritos que volaban al ritmo de una canción. Cuando la canción era tranquila, lo hacían en círculos, como volando en una esfera que nos contenían a los dos, pero cuando sonaban palabras que tienen muchos tonalidades y picos (como la palabra pajarito, por ejemplo), volaban en todas las direcciones envolviéndonos con su canto. 

Este recuerdo es muy antiguo, es de esos que estoy seguro de que son de antes de los cinco años, de la época en que todo era como un cielo mágico donde los padres eran como dioses y los sonidos de las hojas al viento, los días soleados y el olor duce de la primavera eran como grandes sueños eternos. También, de esa misma época, recuerdo a José como un bebe gigante, cabezón y tiernito, mientras mi mamá le cambiaba el pañal en una de esas colchonetas que se usaban en los ochenta para tal uso. Son recuerdos que están ahí, en la cabeza desde siempre.

Nunca supe que significaba el recuerdo con mi abuela. Quizás lo había leído en algún libro o en una película y terminó guardado en el lugar erróneo de la memoria, pero hace unos años vi a mi abuela Carmen, sentada en la silla naranja de verano con Juan Bautisa (el bebé de mi hermana) en sus brazos mientras cantaba una canción de pajaritos que volaban en una nube.

A mis abuela no le sucedieron muchas cosas trascendentales en la vida material, pero el legado espiritual que nos dejó no tiene comparación con cualquier legado de amor que un ser humano puede dejar. Falta poco para que su alma se al olimpo a encontrarse con seres de puro amor y tortas deliciosas, por eso es que estoy tratando de conseguir su receta de alfajores santiagueños. Tal vez, aquí en España, se vuelvan populares y en cincuenta años te puedas comprar en cualquier pastelería un alfajor "Abuela Carmen".

















1 comentario:

  1. ¡Hermoso! me conmoví. Creo que las abuelas tienen algo especial, la mía, la que murió, Sonia,también guardaba un profundo dolor que nunca creo que alguien haya podido escuchar de sus labios el por qué, simplemente lo llevo con ella como tantas otras cosas maravillosas que nos dió, las recetas de la abuela son inolvidables, al menos para algunos de nuestros paladares. Ha sido para mí una gran referente y aún hoy, cada vez que evoco el último momento en que hablé con ella, me conmuevo hasta las lágrimas.
    Gracias, por recordarme ese amor tan bonito.

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